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viernes, 4 de noviembre de 2011

Escena de amor, por Dr. Luis Papagno

A pocas horas de verlo por primera vez, le parecía conocerlo de toda la vida. No dejaba de contemplar su cuerpo reposando sobre su lecho. Su mirada recorría cada poro de su piel desnuda una y otra vez.
Había esperado este instante desde siempre; tantas veces había fantaseado el encuentro… y ahora la realidad superaba todo lo imaginado. Temía que la misma vida que le otorgaba esa dicha le arrebatara la sensación de plenitud que ya había hecho carne en ella.
Deseaba que ese odioso tic-tac se detuviese y cesara en su intento de recordarle que el encanto de ser la protagonista exclusiva se terminaría con las primeras horas del día. Debía compartirlo. Lo sabía. Otras manos y otros labios reclamarían también su derecho de amarlo. ¡Tantas frustraciones… tantos deseos… tantas ganas de amar…! Era su hora. Lo merecía. Se pertenecían, por derecho propio.
Estaban por fin solos en una misma habitación. Sintió que el mundo era suyo.
Se aseguró que nada perturbara su sueño, permitiendo que sólo una luz tenue, se posara sobre él; deseaba vislumbrar su piel, la misma piel que momentos antes había estado en contacto con la suya y que aun guardaba su olor. Recordaba una y otra vez el instante de suprema felicidad que habían vivido al estar sus cuerpos desnudos, en íntimo contacto; El cuerpo de él, completamente relajado sobre ella, le permitió sentir en su propio pecho como el ritmo veloz de los latidos de su corazón fueron cediendo paso a un tranquilo andar. El sueño reparador se hizo presente. Sólo sus rostros, aun congestionados, ponían en evidencia el esfuerzo realizado.
De pronto, su corazón pegó un salto. La respiración de él se hizo más lenta, más irregular, hasta suspenderse en el tiempo .El mundo dejó de existir.
¿Podría ser que…? Conocía de hechos similares, pero ¡no, eso no podía pasarle a ella! A pesar del pudor que le ocasionaba el pedir ayuda, tomó el teléfono de la mesita de luz; la respuesta se hizo eterna. Una voz, indiferente a su angustia, aseguraba que prontamente irían en su auxilio.
Un suspiro, seguido de una respiración profunda, pausada y rítmica otra vez, hizo recrear el mundo. Los milagros existen.
Como mudo testigo de una tragedia que no fue, quedó un auricular mojado por la transpiración de una mano aun temblorosa. Imaginó una sonrisa cómplice en el dueño de esa voz anónima cuando volvió a llamar. Los latidos de su corazón parecían retumbar en cada rincón de la pequeña habitación, aquietándose y desapareciendo tras un suspiro. Del terror a la alegría infinita. De la muerte a la vida.
El cuarto recobró su paz. Se inclinó sobre él, acomodó su almohada y lo contempló como un artista a su obra creadora. Un leve susurro era ahora el dueño del lugar.
Lo cubrió con la sabana, cuidando dejar al descubierto un rostro, aun no del todo conocido, pero ya – para ella – perfecto.
La proximidad del ansiado reencuentro le impedía entregarse al merecido reposo. Su razón le aconsejaba descansar; ella también estaba agotada, pero la ansiedad que la poseía provocaba que el cierre de sus párpados se corvirtieran en fugaces pantallas en las cuales se proyectaban una y mil veces las escenas vividas.
Temía y deseaba despertarlo. Un movimiento de su cuerpo, apenas perceptible, justificó que ella lo tocara nuevamente. Desplegó la sabana y volvió a dejar al descubierto la piel amada. Le encantó sentir su olor, su íntimo olor. Aun con los ojos cerrados podría reconocerlo sólo por el perfume de su piel, que ya era suya.
Anhelaba repetir la maravillosa experiencia vivida momentos antes.
Un suspiro profundo, seguido de un leve temblor muscular, precedió a un entreabrir de párpados; dio libertad al deseo.
Comenzó a acariciarlo, en principio, con la punta de sus dedos, luego, a mano llena. Le encantaba rozar una y otra, y otra… y otra vez, la piel de su espalda.
En instantes se convirtió en experta. Aprendió la presión exacta de las yemas de sus dedos capaces de erizar cada vello de su espalda. Cada parte virgen del cuerpo de él se convertía en una llave hacia el placer. Así descubrió el intenso goce para ambos cuando sus labios apenas rozaban su piel. Exhalaba su aliento en su rostro, provocando un mohín de falso disgusto. Era reina del mundo si era dueña de su placer.
Con ambas manos rodeó su cuello de manera tal que sus rostros se enfrentaran. Lo atrajo hacia sí. Otra vez el brillo de sus ojos volvió a fascinarla.
La tensión se apoderó nuevamente de sus cuerpos. La necesidad de él no admitía dudas. Recién se conocían, pero ella ya sabía anticiparse a sus deseos. Ambos deseaban fundir nuevamente sus cuerpos.
Temió por un instante causarle daño. Quizás él necesitase aun más tiempo para recuperarse; el instinto pudo más. La mano de él tomó con firmeza la bata de ella, dejando al descubierto sus senos turgentes.
Cedió ante el imperioso reclamo; sus pechos emergieron plenos, ofreciendo sus pezones erectos y rezumantes a unos labios sedientos de vida. El rozó con su lengua el pezón ofrecido; ella lo introdujo suavemente en la boca anhelante de él y . . . comenzó a amamantar.

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